La realidad del género femenino alrededor del mundo
Violadas, mutiladas, raptadas, asesinadas... Y ahora activistas que cambian el mundo a su alrededor. Seis mujeres nos cuentan sus cruentas historias, parte de los peores crímenes que la sociedad se ha encargado durante siglos de silenciar
Leymah Gbowee lideró una huelga de sexo con la que logró en 2003 terminar con la guerra civil en Libia
Theresa Kachindamoto ha puesto 300 espías en el distrito que dirige para evitar los matrimonios de niñas
La gente del refugio Virgen de la Asunción de Guatemala en el que murieron 40 niñas las maltrataba e incluso las prostituía", asegura Claudia Hernández
El primer recuerdo de Claudia Hernández es el de los abusos de su padrastro. A los ocho años, se reencontró con su violador en la calle
Violadas, mutiladas, raptadas, vendidas, asesinadas… y calladas. Las aberraciones que cada segundo sufren las mujeres en todo el planeta no son tema de conversación, sino sucios secretos que la sociedad se ha encargado de silenciar. Hasta que ellas dijeron basta.
Las protagonistas de las historias más crudas se han reunido durante un fin de semana en Segovia para poner palabras a esos sucias prácticas de las que son víctimas cada día en sus países. Que la realidad del género femenino sea tan palpable para el mundo como lo es para ellas. El VII encuentro Mujeres que transforman el mundo ha juntado a mujeres que se han rebelado contra sus entornos opresores y los están cambiando.
Leymah Gbowee, activista liberiana de 45 años, recibió el Nobel de la Paz en 2011 por conseguir, mediante la conocida como ‘huelga de sexo‘, que su país aparcase las armas y cesase la guerra civil que en 2003 estaba masacrando a su gente.
Theresa Kachindamoto estaba de viaje con su familia en su país cuando vio a una niña que sostenía en brazos a un niño llorando.
– Llévaselo a su madre para que lo calme- le dijo a la niña.
– Yo soy su madre.
Desde ese momento, Kachindamoto ha puesto rostro a la lucha contra los matrimonios precoces. Cada dos segundos un niña es casada. En el distrito de Malawi que ella dirige ha puesto a 300 espías, hombres y mujeres, para evitar que la cifra siga en aumento.
La falta de educación sexual y las consecuentes enfermedades de transmisión sexual son también parte de estos matrimonios. Según la ONU, en 2015 18,6 millones de mujeres y niñas padecían VIH, 1 millón contrajeron ese año el virus y 470.000 fallecieron a causa de enfermedades relacionadas son el sida.
Asha Ismail conoce muy bien este entorno. Esta somalí no acudió al encuentro de mujeres en Segovia, pero en su piel ha sentido el dolor de un matrimonio concertado y la infibulación, la peor de las ablaciones. Como ella, más de 200 millones de niñas y mujeres de todo el mundo han sufrido algún tipo de mutilación genital. Y por eso lucha, desde España, para concienciar de una realidad que nos rodea.
Desde Europa las cifras suenan lejanas; como los miles de huidos de la guerra que mueren tratando de llegar al otro lado del Mediterráneo o los 21,3 millones de personas que buscan refugio en el mundo. Datos que lo españoles no consideraron relevantes en el último informe del CIS, en el que apenas el 0,2% de los encuestados situaron el de los refugiados entre los tres problemas principales de los españoles.
Melinda McRostie ha ayudado a más de 250.000 personas en Molyvos, el sector de la isla de Lesbos donde desembarcó la mayor parte de refugiados sirios en estos últimos años, proporcionándoles asistencia básica y alimento.
Al otro lado del océano, en Guatemala, Claudia Hernández sintió en su piel un drama que también sufren las mujeres refugiadas en su trayecto a Europa: la violación. Aunque se desconocen cuántas de ellas han sido abusadas o violadas en el camino, se cuentan por miles.
En Guatemala, el país de Claudia, esta cruda realidad es demasiado habitual. Allí la violación se paga con entre ocho y 12 años de cárcel. No obstante, entre 2008 y 2015 38.354 niñas fueron violadas en el país.
Hace unas semanas el mundo conocía la muerte de 40 niñas en el hogar Virgen de la Asunción, un refugio para niñas que habían sufrido abusos. Dentro del país ya venían advirtiendo de una posible catástrofe. “Hay informes que indican que ese refugio no tenía las condiciones adecuadas”, señala Hernández que asegura que “la gente que estaba ahí adentro maltrataba” e incluso “prostituía” a las niñas internas.
Cinco años aguantó Claudia los abusos de su padrastro. Cuando se lo contó a su madre, esta inició una batalla judicial que culminó con la creación de la fundación Sobrevivientes para ayudar a mujeres y niñas víctimas de la violencia machista.
Poco pudo hacer Luz Marina Bernal, una de las ‘Madres de Soacha’ que vio cómo su hijo desapareció de la noche a la mañana para encontrarlo ocho meses más tarde en una fosa común, donde acabó tras ser acusado de narcoterrorismo por el gobierno colombiano.
Fue uno de los denominados ‘falsos positivos’, secuestrados y asesinados con el fin de mostrar los buenos resultados de las milicias y así cobrar la recompensa que ofrecía el ejecutivo de Álvaro Uribe. Como él, según el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia, 60.630 personas han sido desaparecidas forzadamente en el país entre 1970 y 2015. Es decir, que, durante 45 años, cada día tres personas fueron víctimas de este delito.
En términos de género las cifras no son menos alarmantes. Cada día, entre dos y tres mujeres colombianas son asesinadas –y en la mayoría de casos por feminicidio–, según apunta la ONU. Durante 2015 más de 40.000 mujeres reportaron agresiones sexuales, y, según el Instituto de Medicina Legal, sólo en el primer trimestre de 2015 el 83% de las cerca de 11.000 denuncias por abusos contra menores que registraron correspondieron a niñas entre 10 y 14 años.
Según Naciones Unidas, la población mundial ronda los 7.350 millones de personas, de las cuales el 49,6% son mujeres. Y estas, las cifras de una realidad en la sombra.
- Luz Marina Bernal: "Asesinaron a nuestros hijos para mejorar las cifras de 'guerrilleros' muertos".
“No me importaba las condiciones en las que estuviera mi hijo, pero sí quería encontrarle”
Por el asesinato de Faír Leonardo condenaron en 2011 a seis militares con penas de 28 a 54 años de prisión, aunque el de mayor rango huyó
Luz Marina Bernal lo define como un chico detallista que ayudaba a todo el mundo, “un niño en cuerpo grande”. “A los cinco meses de gestación un carro me atropelló y desprendió su cerebro”, recuerda su madre a La Vanguardia. Faír Leonardo Porras nació con discapacidad y falta de movilidad en sus extremidades derechas. Por eso cuando el gobierno colombiano le acusó de líder terrorista esta no dio crédito.
Bernal es una de las 19 Madres de Soacha que en enero de 2008 vieron cómo sus hijos desaparecieron sin dejar rastro. “Salí a Bogotá para hacer unas diligencias con mi nieta y cuando regresé ya no estaba”, explica esta, quien recuerda cómo otro de sus hijos, John Smith, le vio partir a las 13h después de una llamada donde sólo exclamó “patroncito, ya voy para allá”.
“Le buscamos en todas partes, incluso en Medicina Legal [forense], pero no estaba. Era como una tranquilidad no completa porque mi hijo no podía haber desaparecido así como así”, recalca.
Ocho meses más tarde, recibió una llamada de Medicina Legal. Era él. Le habían encontrado en una fosa común a gran distancia de su casa con 13 impactos de bala que destrozaron su rostro. “El informe decía que murió en un enfrentamiento con el ejército y le acusaban de ser el jefe de una organización narcoterrorista”, afirma Bernal, quien, desolada, no podía creer tales palabras. “¿Cómo mi hijo, con su discapacidad, iba a ser el jefe de una organización?”, remacha indignada.
A su historia pronto se fueron sumando más. Todas sin palabras. Todas representadas por madres que, con la fotografía de su hijo, clamaban junto al edificio forense una respuesta a sus preguntas. “Nadie nos hacía caso”. No obstante, la muerte de un futbolista colombiano sobre el terreno de juego congregó a medios de comunicación a las puertas del edificio donde éstas se encontraban. Al ver a cuatro mujeres con imágenes decidieron preguntar. “Los medios nos acompañaron y fue una forma de visibilizar, de saber qué había pasado con ellos”, señala ésta, recordando que gracias a eso la noticia dio la vuelta al mundo. Aunque, también, las expuso ante el mundo.
“Después de las primeras cuatro exhumaciones nos dimos cuenta que éramos 16 y en la actualidad 19”, apunta Bernal. El problema es que “el proceso empezó a ser muy difícil de llevar porque nos amenazaban, incluso a una compañera le asesinaron un segundo hijo por investigar quién se había llevado a su hermano”.
¿Por qué? Sus hijos no desaparecieron de la nada. Habían sido secuestrados y asesinados haciéndolos pasar por guerrilleros muertos dentro del marco del conflicto armado colombiano. Es decir, los llamados “falsos positivos”. Unos asesinatos cuyo fin eran presentar buenos resultados por parte de las brigadas de combate y cobrar las recompensas que otorgaba el gobierno de Uribe por la captura de insurgentes.
“La prensa colombiana distorsionó todo por los intereses que tenían y dijeron que nuestros hijos eran delincuentes”, recalca Bernal, añadiendo que “cuando se dieron cuenta que señalábamos al ejército nacional las amenazas comenzaron a ser más fuertes”. “A mi hijo John Smith le persiguieron e incluso le amenazaron diciendo que nos estaban respirando en la nuca”, cuenta esta madre con fortaleza. “Un día recibí un panfleto con unas balas pegadas detrás y ponía que había muchas de estas para nosotros”.
Pero esto no cesó las amenazas. Luz Marina se había convertido en una figura pública y su rostro, ya no sólo en la lucha por la justicia de su hijo, sino por la de otros muchos como él. “He sido la vocera de más de 6.000 ejecuciones extrajudiciales y lo que me resta de vida la tengo para mostrar esta realidad”, recalca la presidenta de Madres de Soacha.
Luz Marina, nominada al Nobel de la Paz 2016, quiere justicia en su país: “Ya hay más de 45.000 desaparecidos, más de 125.000 presos políticos y las violaciones sexuales superan las 120.000”. Es por ello que implora por un cambio que acabe con “el monopolio que se opone a los procesos de paz” y “están camuflando el exterminio en Colombia”.
Y en el centro del movimiento, las madres. “El amor de una madre está dispuesto a llegar hasta el final para saber la verdad y proteger a sus hijos”, recalca esta, recordando que “las mujeres somos las mayores víctimas a nivel mundial”. “Parimos a nuestros hijos, somos las que luchamos en la calle y las que sufrimos la barrera del patriarcado –insiste–. Los hombres que rechazan de plano a las mujeres deberían empezar a rechazar a sus madres y a sus hijas, porque sin nosotras no habría mundo”. Por eso recalca la figura femenina como impulsora de cambio: “Si el mundo va a cambiar es por nosotras, porque, como decimos en Colombia: ‘La paz en Colombia, sin la mujer, no va’”.
- Leymah Gbowee: "Arriesgamos nuestra vida porque ya estábamos muertas".
Embarazada de su cuarto hijo Gbowee dijo basta y desde Ghana, donde vivía con su marido e hijos, regresó a Liberia “haciendo autostop”
Porque “ya estamos muertas –contestó–. No podemos tener una vida normal. La muerte es casi mejor que esta vida”
De este modo lograron una cobertura mediática que se extendió por todo el mundo y con epicentro en Liberia, donde las mujeres de las áreas rurales encabezaron esta lucha y pusieron en jaque los deseos más primarios de sus cónyuges masculinos
“Estoy convencida de que mi continente va a ser el próximo lugar del mundo. Y si África va a ser el número uno, los africanos tienen que estar preparados. Yo sólo estoy invirtiendo en el futuro del continente”, sentencia segura de que si ella llegó donde está, con formación cualquier otra mujer podrá
No pierde la sonrisa. Ha sufrido abusos, un matrimonio donde la violencia se repetía a diario, el calvario de los campos de refugiados y la eternidad de una Guerra Civil que acabó con alrededor de 200.000 muertos en Liberia y un millón de desplazados. Pero su convicción, su deseo de acabar con el conflicto, fue más fuerte que cualquier calamidad pasada. Y lo logró.
La década de los 90 en Liberia fue sinónimo de una lucha encarnizada entre grupos armados por el control del país. Las muertes se contaban por miles y el número de desplazados alcanzó el millar al finalizar el conflicto. Pero en medio de todas estas cifras personificadas una historia destacó sobre el resto, la de una mujer que se armó de fuerza para superponerse a los abusos, a las vejaciones sufridas, y luchar por la paz. Hablamos de Leymah Gbowee, la impulsora del movimiento que a base de abstinencia sexual puso fin a la Guerra Civil.
El conflicto se originó cuando ella tenía 17 años, pero su historia comenzó a medio camino entre los abusos sufridos durante su etapa en campos de refugiados y un matrimonio de violencia diaria que finalizó con cuatro hijos. “No veía qué futuro podía tener, no quería seguir viviendo”, exclama Gbowee, quien tenía claro que “no podía aceptar que ningún hombre me insultara”
Así lo afirma en una charla con la periodista Pilar Requena durante el VII encuentro Mujeres que transforman el mundo, donde esta galardonada con el Premio Nobel de la Paz 2011 ha contado a un auditorio lleno cómo salvó su vida de aquella realidad para convertirla en otra muy distinta.
Ella quería estudiar, formarse, “ser esa mujer que debía ser”. Pero cuando logró su primer trabajo para pagarse los estudios, se encontró frente a frente con “los niños soldado que habían abusado y destrozado a la mayoría de las comunidades”. Y eso mismo intentaron con ella.
“La primera vez que fui a verlos sentí tanto odio… me maltrataron durante una hora”, recuerda con entereza. “Al día siguiente fueron 59 minutos y al siguiente un poco menos, hasta que me vieron por quien era”, afirma Gbowee, quien finalmente transformó su odio hacia aquellos niños soldados por “la guerra y los que la causaban”.
“A día de hoy a veces me pregunto por qué tenemos que matar a las personas por el poder”, denuncia, para asegurar que es precisamente esto lo que le “sigue moviendo hacia adelante”.
Tras estos niños llegaron un grupo de mujeres refugiadas que, como ella, habían sufrido los abusos machistas. “En una reunión con mujeres de África Occidental decían que las mujeres teníamos la posibilidad de poner fin a la guerra”. Una posibilidad utópica para ésta, quien pensaba que era el otro sexo quien la iniciaba y concluía. Hasta entonces.
Un sueño en el que alguien la decía que fuera a la iglesia y pidiera a las mujeres que rezaran por la paz fue decisivo. Leymah reunió a seis mujeres más en una habitación para tratar de hacer algo antes de que el asedio llegase a la capital, Monrovia. Redactaron una declaración firmada condenando la guerra y le dieron 10 dólares a una amiga periodista para que pudiese publicarla. “¿Por qué arriesgan su vida”, recuerda que les preguntaron ante la valentía de firmar un papel poniéndose en peligro.
Los medios de comunicación poco a poco se hicieron eco de su situación y eso incrementó el número de seguidoras de Women of Liberia Mass Action for Peace, que pronto alcanzaron las centenas y las miles. No obstante, para poder llamar la atención a mayor escala necesitaban una premisa más fuerte, más llamativa, más ‘sensacionalista’. Así surgió la huelga de sexo.
Durante una entrevista en medio de una protesta, una de las activistas afirmó que mantendrían una “huelga de sexo” hasta que finalizase la guerra. La propuesta, tan espontánea como contundente, puso de pie al gremio audiovisual a escala mundial. “Cuando hablamos de la palabra sexo todos los medios internacionales nos quisieron escuchar”, denuncia. Antes no.
“Muchos no querían firmar la paz porque ganaban 1.000 dólares al día”, critica Gbowee en referencia a los encargados de las conversaciones para el final del conflicto, el cual se había extendido durante tres meses sin ningún resultado.
Women of Liberia Mass Action for Peace acudió y desencadenó la protesta final. Bloquearon la puerta y, al más puro estilo Hollwyood, lanzaron por la ventana una botella con un mensaje interior en el que aseguraban que no les dejarían marchar sin firmar. La respuesta fue una huida a la desesperada por la ventana, sin embargo, a las dos semanas, el pacto había sido sellado.
“Cuando se firmó el acuerdo lloré todo el día”, recuerda Gbowee, que pronto adornó la guinda del pastel consiguiendo que Ellen Johnson Sirelaf fuese la primera mujer presidente del continente africano.
Estos hechos desencadenaron que en 2011 el jurado fallase a su favor y le otorgase, junto con la presidenta de su país y la yemení Tawakkul Karman, el Premio Nobel de la Paz. Un reconocimiento que no estaba en su pensamiento, pero que le dio alas para construir la Red Africana de Paz y Seguridad para las Mujeres, una organización con la que busca impulsar la educación de niñas y mujeres africanas que por su situación económica no pueden formarse.
- Claudia Hernández: Abusos sexuales, el primer recuerdo en la memoria de Claudia.
Él me hizo una penetración con los dedos para mostrarme cómo iba a reaccionar mi cuerpo cuando tuviera una penetración sexual”, pero lo que realmente consiguió fue el golpe sobre la mesa definitivo de su hijastra. Tenía 12 años
“Mi madre es un ejemplo de fortaleza y perseverancia. De ella he aprendido a luchar por lo que creo y a no rendirme, a perder los miedos”, ensalza Hernández
“Me dirán que estoy loca, pero para mí ha sido encontrar el sentido a lo que me pasó”, explica Hernández, quien entiende que si con su “experiencia” puede “transmitir a otras chicas que se puede salir y te puedes reconstruir, que eso ni te define ni te marca”, todo lo pasado “ha merecido la pena”. “Viene gente con casos mucho más dramáticos, lo mío no fue nada en comparación”, añade
En Guatemala las violaciones están prohibidas por el artículo 173 del Código Penal con unas penas de entre ocho a 12 años de prisión
La muerte de 40 niñas a causa de un incendio en un hogar de menores ha reabierto las heridas de un país marcado por los abusos contra la mujer. Las vejaciones y violaciones en Guatemala han perdido el cálculo e incluso se extienden sobre estos espacios de acogida donde chicas sin hogar huyen de un calvario familiar similar. Imagínese qué ocurriría si viese en estas niñas la huella de su pasado, imagínese qué ocurriría si por un momento también pudiese haber acabado allí.
“Yo no tenía 18 cuando mi madre denunció y en ese tiempo tuve temor de que las autoridades decidieran responsabilizar a mi mamá y me enviasen a un sitio así”, señala a La Vanguardia.com Claudia Hernández, una activista guatemalteca cuyos primeros recuerdos de la infancia son los de su padrastro abusando de ella. “Era algo tan constante en mi diario que mi cerebro bloqueó el pasado para evitar un sufrimiento mayor”, confiesa, alegando que no recuerda nada antes de los siete años.
“Se lo tomaba como un juego”. Su padrastro, un asesor político reconocido en el país, buscaba con este entretenimiento una forma de aprendizaje para Hernández, hasta que lo que comenzaron como masturbaciones diarias quisieron llegar a más.
“Fui a contárselo a mi mamá en un mar de llanto y ella se quedó en estado de shock”, apunta, para añadir que desde ese momento su madre, Norma Cruz, cogió las riendas de la situación y, tras una dura terapia, decidió denunciar. “Aunque no me lo decía yo me fijaba en el estrés que le generó”, lamenta Hernández, quien apunta que las organizaciones de DD.HH. con las que esta trabajaba entonces “le cerraron las puertas para evitar conflictos” ante el boom mediático de su situación.
“Llegó un momento en el que estábamos en un juicio sin dinero para pagarlo y nos dejaron un cuarto donde nos fuimos a vivir mi madre, mi hermano y yo”. Fue en ese instante en el que Claudia Hernández se preguntó si valía “la pena continuar con el proceso”. Pero su madre se mostró firme, y continuó adelante en busca de justicia.
“El día de la sentencia mi madre tenía un buen presentimiento y cuando dijeron que eran 20 años de cárcel no me lo podía creer”. El problema es que esa cifra pronto se redujo a 16 tras la primera apelación y a ocho tras el posterior recurso de tasación.
“¿A que no sabes a quién me acabo de encontrar”, le preguntó Cruz a su hija durante un viaje a la Antigua. Era su padrastro. El juez había rebajado de 16 a ocho los años en prisión y la buena conducta dentro del penal le redujo la condena a la mitad. Estaba libre y Claudia podía reencontrarse con su pasado más temido en cualquier momento. Y así ocurrió.
“Dentro de la sentencia establecieron un pago por responsabilidades”, señala Hernández, quien se personificó en el encuentro de la negociación. “Él no se esperaba que yo llegara, miraba para otro lado, mientras que yo tenía que mostrar que no me intimidaba, pero fuera me quebré. Fue muy incómodo”, recuerda.
Tras esta vinieron varios encuentros casuales más porque, por trabajo, frecuentan lugares comunes. Y es que, si Norma Cruz y Claudia Hernández no tuvieron bastante con sus recuerdos, la ‘terapia’ a la que optaron fue construir la Fundación Sobrevivientes, un referente en Latinoamérica en la lucha contra la violencia intrafamiliar y sexual de la mujer y los jóvenes mediante la que se han beneficiado más de 20.000 familias.
Uno de ellos, recuerda, es el de “una niña que le dijo a la psicóloga que le gustaba un cuadro con una casa estilo colonial pintada porque se parecía al hogar donde estaba acogida” [como el de las 40 niñas muertas recientemente]. ¿La causa? “Dijo que porque no la querían ni en su familia ni el lugar donde estaba”. Y ahí es donde regresa el problema.
“Desde muy pequeña sé que esos hogares no son fiables”, comenta Hernández, quien reclama que se haga justicia y se resuelvan las causas del asesinato de las 40 niñas muertas en Guatemala el pasado febrero. “La gente que estaba ahí adentro maltrataba y violaba a las niñas”, añade, argumentando que ya el pasado año un grupo de 50 denunciaron “agresiones, violaciones sexuales y que no les daban de comer”.
“Ahí hablamos de un delito de explotación sexual porque ellas ingresaban ahí y un grupo de trabajadores las sacaban, las prostituían y las volvían a meter”, subraya. Todo esto sin conocimiento por parte de las familias.
Sin embargo, eso no ha impedido que el año pasado 736 mujeres fuesen asesinadas con síntomas de asfixia y golpes, y, tal como añade Hernández, “en los informes al final siempre se ve que era el ex esposo o el ex marido quien lo cometió”.
Pero no es todo. El incremento de este tipo de crímenes y abusos contra la mujer se ha incrementado notablemente en los últimos años. Tanto es así que, según el Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala (INACIF), entre 2008 y 2015 38.354 mujeres han denunciado ser víctimas de violación, hecho que en 2015 llegó a reportar los 23 casos diarios.
“Quiero una Guatemala en paz donde no se resuelvan los conflictos con violencia y donde los hombres y mujeres estemos al mismo nivel”, reclama, Hernández, para concluir que esa es la causa por la que lucha “todos los días”.
- Asha Ismail: “Todavía oigo el sonido de la cuchilla en mis genitales".
Estaba tan nerviosa que esa mañana levanté a mi madre de la cama”, apunta. Acto seguido ésta le mandó a comprar las cuchillas
Fue un matrimonio concertado y habían pagado por ella. “No había visto a ese hombre nunca"
En ese instante esta somalí decidió dar un vuelco a su vida y comprendió que “no podía dejar que esta niña pasase por lo mismo”
Asha Ismail no puede olvidar. No sabe. No quiere. Esta somalí desconoce en qué año nació –cree que tiene unos 48 años–, pero recuerda con exactitud las punzadas con las que una aguja la atravesó después de que una mujer contratada y pagada por su propia madre le realizase la infibulación, es decir, el tercer tipo de mutilación genital. La más desgarradora de las ablaciones.
Tenía unos cinco años cuando su madre la llevó a Moyale, una pequeña ciudad de Kenia fronteriza con Etiopía. Allí les esperaba su abuela. “Me dijeron que me iban a purificar, que iba a ser pura”, comenta a LaVanguardia.com, al tiempo que reconoce que en verdad “no sabía lo que iba a pasar”.
“Me dijo que trajese dos Nasser de color púrpura y cuando volví me encontré a mi abuela sentada en el suelo de la cocina junto a un agujero cavado en el barro, acompañada de mi madre y una mujer”. Era la señora que la iba a mutilar.
Ismail accedió a hacer lo que sus parientes le ordenaron sin cuestionar, sin entender muy bien qué sucedería a continuación. Hasta que aquella mujer empezó a cortar. Sin anestesia.
“Empecé a gritar, pero me metieron un trapo en la boca porque gritar es una muestra de debilidad”, señala, para afirmar que aquel dolor “no es comprable con nada”. “El sonido de la cuchilla todavía me chirría”, lamenta Ismail.
El horror sufrido podría haberse quedado ahí, sin embargo, todavía faltaba la segunda parte: coser y pegar. “Cuando lo recuerdo vuelvo a aquel lugar y empiezo a escuchar el hilo pasando por ahí”. El dolor fue tal que para que la herida cerrase tuvo que pasar casi un mes atada desde la cintura a los pies. Sin moverse. “Si lo hacía me dijeron que se me podría abrir y aquella mujer volvería a cortar y a coser –comenta–. Obviamente ni se te ocurre moverte”.
Las marcas finalmente se cerraron, sin embargo, ésta matiza: “Las heridas se curan porque la piel cicatriza, pero desde el momento en el que te han puesto el cuchillo te han jodido toda la vida por completo”. Y en ese punto, comienzan las pesadillas.
Ismail recuerda que el hecho de ir al baño era terrorífico. Y ni hablar de la primera regla. “Cuando creces estás tan avergonzada que esa parte de tu cuerpo no existe para ti”. Tanto es así que, señala, “al primer chico que me dijo algo le di una bofetada”.
Con su marido no pudo hacer lo mismo. Fue un matrimonio concertado y habían pagado por ella. “No había visto a ese hombre nunca y en la noche de bodas, al ver que yo estaba completamente cerrada, llamó a una señora para que me abriera”. En ese momento, subraya, “sentí odio y entendí cuando me decían que ‘fulanita se quemó o se ahorcó en la noche de bodas”.
Fue sólo una noche, una vez, pero suficiente para que nueve meses después naciera su hija. “No sé si estaba preparada para ser madre ni si quería ese bebé o no, pero tenía claro un deseo: que fuese niño”. Por eso cuando vio que se trataba de una chica Asha Ismail no pudo evitar las lágrimas: “Mi mundo se derrumbó por completo”.
Así comenzó su activismo contra la mutilación genital femenina; hablando, preguntando a amigas y conocidas si era ese el futuro que querían para sus hijas. “No sé a cuántas conseguí convencer, pero después de mí la generación de mi hija ha seguido en el camino”, señala.
“En Somalia este tema sigue siendo tabú porque la población piensa que es algo muy cultural, muy íntimo, algo que no se debe hablar en público”, explica.
Es por ello que alude a la concienciación y a la “información desde las raíces, desde los colegios”, para que se acabe con una lacra que, según UNICEF sobre cifras de 2016, sufren al menos 200 millones de niñas y mujeres en todo el mundo. Es decir, casi cuatro veces y media la población total de España.
“Hay que hacer entender a todo el mundo qué le puede llevar a una madre a mutilar a su hija”, comenta Ismail, pero también “hacerles ver que hay vida más allá, que se puede llegar a sentir y ser mujer de otras maneras”.
Mediante su asociación ‘Save a Girl, Save a Generation’, usa su propia experiencia para llegar a este fin. Asha Ismail tal vez nunca haya llegado a sentir –ni pueda– como una mujer común, pero su realidad no le ha impedido enamorarse e incluso tener dos hijos más. Estos sí, devolviéndole la sonrisa completa.
- Theresa Kachindamoto: La jefa que ha puesto 300 espías para evitar los matrimonios infantiles.
"Cambiarlo y proteger a esas chicas es la fuerza que tengo para seguir”
¿Cuál es entonces el método empleado por Kachindamoto para evitar este desenlace? La educación
Malawi tiene una tasa de infección por VIH del 10% y la mortandad en las niñas de 15 a 19 años supone el fallecimiento de 70.000 mujeres cada año
Theresa Kachindamoto es la jefa. Literalmente. Si bien reconoce que en Malawi ‘mujer’ “significa ser ama de casa y hacer todas las tareas domésticas”, su caso es una excepción de la regla mediante la que ha impulsado la igualdad en el país y su reconocimiento a nivel internacional.
“En nuestra cultura una mujer no puede ser líder, no sé realmente cómo llegué a dirigir el distrito”, afirma Kachindamoto, que gobierna Dezda desde hace 15 años. “Era la última de una familia con 12 hermanos y hermanas, pero las cabezas visibles de mi familia murieron y como en aquel entonces -con 27 años- era secretaria en la universidad de la ciudad donde vivía, me lo ofrecieron”. Pero lo rechazó, hasta que una historia cambió su vida.
“En un viaje a ver familia de un distrito lejano vi a una niña que tenía en brazos a un niño llorando”, recuerda ésta, quien se acercó a decirle que se lo llevase a su madre para que lo calmara. “Yo soy su madre”, le respondió aquella niña de 14 años. “Cuando me dijo eso fui a buscar al padre y vi que era un niño de la misma edad que estaba jugando al fútbol ahí al lado”, añade. Theresa se enfadó tanto por descubrir aquella realidad de su país, que al regresar aceptó el encargo.
Desde entonces ha abolido 2.445 matrimonios en su distrito y logrado que el presidente del país prohibiese los matrimonios antes de los 18 años. No obstante, para llegar a esa situación han tenido que desarrollarse otras muchas.
Un estudio de Naciones Unidas determinó que en 2012 más de la mitad de las mujeres de Malawi eran casadas antes de los 18. Y no sólo eso. Según el organismo internacional, cada dos segundos una niña es obligada a contraer matrimonio en el mundo y en 2020, de seguir en la línea, existirán 142 millones de niñas en tales circunstancias.
El problema es “cultural”, explica Kachindamoto, pero también “económico”. Malawi es considerado uno de los países más pobres del mundo y para las familias un matrimonio precoz supone un truque necesario: “Las mujeres no tienen dinero para alimentar a la familia, por eso dan a su hija a cambio de una cabra o de dinero”.
“Después de localizar el problema en un viaje por los pueblos de mi distrito, puse a 300 personas trabajando para que fueran mis ojos allí”, señala. De ese modo, cuando estos ‘espías’ dan la voz de alarma, esta acude para hablar con los padres y mostrarles los riesgos que supone esa decisión. “Las niñas quieren ir a la escuela, pero por sí solas no pueden hacer nada porque son forzadas”, subraya.
Para ella, tal como apuntó para el Encuentro de Segovia, la educación es la base para impulsar un cambio en la cultura de Malawi: “Si las niñas tienen acceso, podrán ser y tener lo que quieran, serán mujeres libres que puedan continuar liberando a otras y la comunidad tendrá futuro”.
- Campamentos de iniciación sexual.
Parte de esa tasa nace de los campamentos de “fumbi kuasa” (limpieza), donde niños y niñas de entre 9 a 12 años acuden tras las vacaciones escolares durante dos semanas para aprender valores.
Chicos y chicas son separados por sexos, una distinción que no sólo se encuentra en esa decisión sino en la propia enseñanza. Si bien ambos reciben principios para “respetar a los padres y a otras personas”, las chicas también aprenden bailes para complacer a los hombres e incluso son forzadas a tener sexo con los ‘hyena’ (profesores) cuando se gradúan.
Kachindamoto ha prohibido estos campamentos en su distrito, sin embargo, el proceso es lento y estos profesores siguen culminando estas prácticas. “Los padres pagan por estos campamentos, pero no saben que los ‘hyena’ pueden dormir en una noche con cuatro chicas”, resalta la dirigente de Dezda, quien entiende que “si fuesen conscientes no les dejarían”.
“No tienen ninguna formación ni pasan ningún tipo de control físico ni nada”, denuncia, quien aconseja a las chicas que acudan al hospital para verificar que no hayan contraído ninguna infección.
El siguiente paso de Kachindamoto es retrasar la edad de casamiento hasta los 21 años “y que las chicas puedan completar su formación”. Para ello cuenta con la ayuda del Gobierno, que “está dando dinero a los padres y no dependan tanto de estas prácticas”. Y, aunque el camino será lento, esta se muestra optimista. Así lo transmite, así lo asegura.
- Melinda McRostie: Recibió un mensaje en FB: “Gracias por salvarme la vida”.
El problema fue que con la llegada del verano aquellos 100 refugiados a la semana pronto se convirtieron en 1.000 al día. Y surgió el caos
También en el de McRostie, a quien se le entrecorta la voz al recordar que “muchas mujeres fueron abusadas, violadas, durante la travesía”. Pero “tanto de gente refugiada como externa”. Por todos
Las cristalinas aguas del mar Egeo pronto se convirtieron en una fila de cuerpos que, desesperados, buscaban tierra firme. Huían de la guerra, de la penuria, de la muerte. Pero para poder salvarse tuvieron que arriesgar su vida en botes salvavidas, en lanchas hinchables sobrecargadas de gente con el mismo fin: la libertad.
Melinda McRostie estuvo ahí. Desde el principio. Viendo cómo miles de historias cambiaban al tiempo que la suya se transformaba inevitablemente en el vestigio de lo que un día fue. Esta australiana afincada en Grecia desde temprana edad regentaba, y regenta, un restaurante para turistas, sin embargo, al ver tal cantidad de personas llegando a las costas de Molyvos, en la isla de Lesbos, no dudó en acondicionarlo para atender a todos aquellos refugiados que se acumulaban en la costa.
Entre lo que disponía en el restaurante y lo que numerosos vecinos donaban altruistamente, McRostie pudo darles desde ropa hasta objetos de higiene personal e incluso sacos para dormir.
“No tuve tiempo de sentir nada, sólo de ayudar”, afirma a LaVanguardia.com, asegurando que por su vida pasaron en 2015 más de 200.000 refugiados. Es decir, el 23% del total que pisó suelo heleno aquel año. “Venían entre 50 y 80 personas en botes que eran solo para 10”, subraya horrorizada, para añadir que los traficantes les “cobraban 1.000 dólares por viajar y 35 más si querían un chaleco salvavidas”.
Hablamos de verano de 2015, cuando el buen tiempo impulsó a miles de personas a saltar a la mar en busca del ansiado suelo europeo. Ante tal alud, McRostie fue consciente de que “era imposible gestionar todo sin ayuda externa” así que decidió construir la Fundación Starfish, una organización sin ánimo de lucro mediante la que poder ayudar a más gente.
Hombres, niños y mujeres procedentes de Siria, Afganistán, Pakistán e Irak iban pasando por aquel campo de acondicionamiento improvisado, dejando sus historias, sus miedos y vivencias, en el recuerdo de los 1.500 voluntarios que llegaron a unirse en esta particular temporada alta.
Aun así, esta destaca que el motor de su lucha está en las buenas historias, como la de un chico sirio que vino desde Turquía. Él era Khalndon Mousa. “Dejó a su mujer y su hijo en un hotel en Turquía y arriesgó su vida para venir a Lesbos con el fin de llegar a Francia donde tenía un hermano”, explica ésta, alabando su buen nivel de inglés. Era de clase alta, dueño de una fábrica de textiles y una mansión “mucho más grande” que la de la propia Melinda. “Cuando vi una imagen de su casa con todo lo que se pueda imaginar y la de su coche…”, comenta, se le encogió el corazón. “Su hermano estaba en la cárcel, a su padre le habían cortado la cabeza y pese a todo lo que tenía vino sólo con el dinero que le quedaba en el bolsillo por miedo a que alguien le robase”, lamenta.
Cuatro meses más tarde de pasar por Molyvos Mousa le renvió un mensaje por FB que decía: “Gracias por salvarme la vida”. En ese momento Melinda entendió que todo lo que estaba haciendo merecía la pena: “Pensar que has ayudado a más de 250.000 personas es algo que te anima a seguir”.
Y por ello, por gente como él, creó Starfish. “Cuentan que una vez una niña se encontraba en la playa rodeada de estrellas de mar que se estaban muriendo. La niña las estaba lanzando al agua, cuando un hombre mayor le preguntó qué estaba haciendo, que no podía salvar a todas. Pero ella cogió a uno y exclamó ‘esta sí que lo salvo’”. Bajo esta premisa actúa Melinda. No buscando el total, sino recordando que “una pequeña acción puede desencadenar otras muchas”.
(Miriam Puelles, La Vanguardia)